La Mirada Displicente

Crónicas del Príncipe de las Bellotas

Cajones vacíos

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Has muerto
Y de tus libros han huido
Todas las letras
Salvo esa x que me tacha
No he encontrado nada en tus cajones
Ni en los surcos de las sábanas
Y no hay restos de ti en mi peine
Ni en mi sueño
Ni en el sucio borde de los vasos
Y he corrido a tu diario
A buscar un signo
Una sonrisa
Esa palabra
Un destello fugaz de mi memoria
Para encontrar tu mundo de páginas en blanco
Salvo aquella en la que chillas
“No eres tú a quien yo quiero”

Fotografía: Jani Kautto

Written by Zanobbi

julio 19, 2015 at 11:29 am

Publicado en Escribo y escriben, Poesia

Santaella

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Quizá esto te parezca raro, hasta a mí me lo parece: anoche te soñé.
Había algo parecido a la Alhambra.
Un jardín muy verde.
Un estanque imposible de limpiar.
Mis padres.
Y tú apareciste entre las filas llenas de un teatro y, aunque no nos conocíamos, tú me reconociste. Y yo a ti.
Me miraste y te sonreí, sin percatarme de que llevabas a alguien de la mano.
Tu novio era flaquito y cursi.
Te sentaste a mi lado y te pregunté, sin muchos miramientos, si todo era imposible entre nosotros.
Recuerdo la sonrisa maliciosa de tu novio.
Recuerdo la tuya franca que me negaba.
Mis padres hacían el amor, en el interior de aquel remedo de la Alhambra, mientras yo te llevaba agarrado por la cintura hasta un precioso arco, un banquito, una ventana.
No sé dónde quedó tu enfermizo novio.
No sé qué nos ocurría, que no dejábamos de sonreír.
Al final me besaste.
Siento, de verdad, haber despertado.

Written by Zanobbi

marzo 7, 2013 at 6:04 pm

Publicado en Escribo y escriben

Precipicios

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Te observo desde mi lado del precipicio
el mismo al que hoy tengo ganas de tirarme
Y me pregunto:
¿Qué oscuras noches ibas a darme?
¿Qué mierda de vida me esperaba a mí a partir de ahora?
¿Qué parte no he comprendido en todos estos años?

He rebuscado entre los cientos de líneas que escribiste
y aún estoy intentando comprender
o encontrar algo con lo que alegrarme el día
y todos los días por venir
Pero no he encontrado nada
salvo el rastro de mi propia ironía
y la sangre reseca de todas las heridas que infringí
el dolor del que no he sabido cómo arrepentirme
Y aquí estás tú ahora para recordármelo
para restregarme sin muchas ganas
tu juventud poco lustrosa
tus borracheras
y la estela sucia de tus juegos nocturnos
No volverás a ver mi lucecita verde encendida
No volverás a pensar en ella siquiera

Written by Zanobbi

septiembre 12, 2012 at 10:16 am

Publicado en Escribo y escriben, Gay

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El Príncipe de La Safor

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Te traduzco, como un absurdo homenaje al tiempo perdido que te dediqué, que dejé que destrozaras mi corazón destrozado. Al tiempo que soñé en otro idioma que conocía bien y respiré mar y naranjos en un escenario equivocado. El último homenaje a mi larguísima adolescencia, al palpitar enloquecido, los besos salados; al deseo incontrolable de abrazar a otro, aunque ese otro fueras tú. Y recordar de paso el litio, el valium…, la química innecesaria que inhalé cada vez que respirabas cerca de mi boca.
Un homenaje, que debería ser triste, al pequeño Príncipe de la Safor que me engatusó sin remedio con su pócima de sonrisas y miradas, y con un arsenal letal de palabras oblicuas, canciones mallorquinas, bailes griegos y mentiras. Al príncipe sin reino que me enseñó la playa como si fuese la primera vez, o la última, y me retuvo contra sí mientras cantaba “A la platja”, como si MdMB tuviese el poder del encantamiento. Al príncipe del que fue fácil vengarse violando a sus vasallos.
Te he visto y no te he reconocido, ni siquiera en tus palabras. Al contrario de lo que esperaba, me he sentido bien sabiéndome lejos de ti, de tu apatía, de tu infantil aburrimiento. A salvo.
Y me alegra saberte vivo.

Saliva dulce y clara
Entre tú y yo
Nada más que un beso

(PFP)

La foto es de Justo Sellés

Written by Zanobbi

junio 27, 2012 at 4:30 pm

¿Quién es Patrick Donahue?

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We are telephone wire
Tight and humming
Spread about and stretching
Some strange vein
Across the palm of the land
And feeling the fingertip ache
Of almost touching
We sneak through holes in roofs
Like mice carrying pieces of paper
Or just pieces of us

We are telephone wire
Black and thin and knotted
Strung up on silent trees
We shake birds free
And dance to the sound
Of beating wings

(Foto: Zen)

Written by Zanobbi

febrero 3, 2012 at 12:14 pm

Manikarnika

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Encontré a Pawan sentado a su manera, en cuclillas, y rodeado de la basura habitual, al borde del polvoriento camino que nos llevaba a Sadhi y a mí hacia Varanasi. Fue Sadhi, cuyo nombre en hindi significa perfecto (aunque solo su esposa y yo sabemos que lo es), quien, sin decir una palabra, me cogió del brazo para detenerme y señaló a Pawan como si el diablo entorpeciese nuestro camino… Apenas reconocí al joven alto y arrogante que años atrás me pasó un dedo sucísimo por los labios indicándome que me callara más o menos para siempre.
Creo que Pawan no me reconoció cuando nos plantamos delante de él mientras tocaba aquella flauta con forma de calabaza. De uno de sus asquerosos cestos asomaba la cabeza una cobra vieja, juraría que la misma vieja zorra que no me dejaba dormir con su sola presencia en la habitación donde Pawan y yo recomponíamos cada noche nuestra destartalada vida.
Pawan y la vieja cobra…, la misma imagen que me sedujo dos días después de pisar este país por primera vez, me causaba ahora un dolor extraño, un vacío que amenazaba con aspirarme hacia el centro ilocalizado de mí mismo, si esto tuviese algún sentido.
Vi a Pawan y recordé los días que me sentaba a su lado disfrazado de él, hipnotizado por la danza de la cobra y la música que salía del hombre al que, sin apenas entender, amaba sin condiciones.
Pawan y yo compartimos muchas tardes de caminos polvorientos, niños curiosos que se acercaban demasiado y pocas, muy pocas monedas. Jugar a ser pobre me fascinó durante meses: la sensación engañosa de no tener nada, salvo nuestros cestos, la cobra y el amor que nos permitía dormir en cualquier sitio, comer lo que a alguien sobraba, beber de los labios del otro…
Amar a Pawan consistía en muy poca cosa: sonreír, fundirse en los ojos oscuros y dormir a su lado vigilados por la cobra. No había mucho de qué hablar porque lo hacíamos en idiomas diferentes, pero soñábamos en el mismo. Y una noche soñé que la cobra salía de su cesto y lentamente reptaba hasta la pierna de Pawan, a la que se enroscaba lujuriosa, y subía hasta su sexo, evitándome a mí, evitando mi mirada. Pero no se detuvo allí: miró, inspeccionó y acarició aquello con su extraña lengua tan solo una vez, cauta, y siguió su camino hasta el cuello de Pawan, que dormía como siempre lo hacía, sonriendo. La cobra se enroscaba y se enroscaba en el cuello de mi amado, pero yo no podía gritar, por más que lo intentaba. Me sorprendió, en mitad de mi sueño, que Pawan no despertase, que ni siquiera torciese el gesto mientras la cobra lo asfixiaba. Me sorprendió también el maravilloso contraste entre aquellas dos pieles magníficas, la una tan amada y la otra tan temida…
Desperté sudoroso y llorando al lado de mi Pawan dormido que, sin abrir los ojos, puso su mano sobre mi pecho y tamborileó los dedos como diciendo: “no pasa nada, duerme”.
Los meses junto a Pawan fueron los más felices de mi vida. Ni el vagar por los caminos bajo el sol turbio de la India, ni las miserables cabañas llenas de ratas donde dormíamos, o los golpes de los policías significaban nada frente al roce continuo de nuestros brazos al caminar o el gozo de ver su cuerpo brillar durante su baño matutino.
Y ahora veo a Pawan sentado al borde del camino, solo, intentando que la vieja cobra salga del cesto y haga dos tonterías con las que llevarse un poco de comida a la boca. Está más delgado, más sucio, y su extraño movimiento al tocar me hace sospechar que algo ha ocurrido, que hay algo de Pawan que ya no está allí.
Han pasado 6 años desde el dia que le dejé sentado en algún rincón del Manikarnika Ghat, mirando de frente la muerte y sin un gesto en su rostro. No conseguí una palabra suya de despedida, o de reproche, nada. Cuando terminé de explicarle como pude que hasta los sueños más hermosos terminan, me condujo hasta aquel lugar de la mano y se sentó allí, rodeado de leña y humo; rodeado de cadáveres que se consumían en el fuego mientras yo me consumía de pena. Quise abrazarle, pero se apartó un poco. Me miró y sonrió por última vez, juntando las manos sobre sus labios e inclinando la cabeza, diciéndome adiós como a un perfecto desconocido.
Pawan baila con su cobra, hipnotizado por su propia música. Los niños le imitan y se ríen, las mujeres le ignoran y algún hombre se acerca y deja unas monedas en la preciosa vasija de plata que, sorprendentemente, aún conserva. Hasta que por fin y de golpe la música termina, la cobra desaparece en el interior de su cesto y Pawan se queda inmóvil, con los ojos cerrados, como un juguete mecánico que se hubiese quedado sin cuerda. Está casi desnudo, pero no reconozco ninguna de sus cicatrices, ninguno de los caminos tantas veces recorridos. Me acerco y, muy bajito, le llamo: “¡Pawan, Pawan!” Pero no parece escucharme. “¡Pawan, soy yo!”, le digo en el poco hindi que conozco y bajo la mirada endurecida de Sadhi. Hasta que no toco suavemente su hombro, Pawan no parece enterarse de mi presencia allí. Abre los ojos y me mira, y siento que es la primera vez en la vida que lo hace. Veo sus ojos y a duras penas consigo no precipitarme, no disolverme en ellos. Pero Pawan no me ve. No es que no quiera reconocerme, es que no me ve, no sé explicarlo. Junta sus manos sobre los labios, como aquel último día de nuestras vidas, y se inclina repitiendo namaste muchas veces, moviendo la cabeza adelante y atrás muy suavemente. Sin verme.
“Namaste”, mi querido Pawan. He abierto el cesto de la vieja cobra y he escupido sobre ella, devolviéndole el veneno de mis sueños. También te he dejado un billete de 100 dólares en la vasija, no sé qué más podría dejarte.

Written by Zanobbi

diciembre 29, 2011 at 4:11 pm

Canción nueva

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Me dijo que estaba escrito en la superficie de mi piel, y yo le creí.
Llegué a creerle porque desde el principio, sin contarle yo nada, supo todo sobre mí, todo lo que había ocurrido en los años de oscuridad, los de las absurdas plegarias encontradas. Que él viese en la superficie de mi piel, o en mis ojos, lo que me había destruido por dentro, me dejó más triste si cabe. Porque en ningún momento intenté, ni quise, que de mí saliese una sola brizna negra, nada de lo que compadecerse, nada por lo que dar explicaciones.
Que mi piel reflejase, siendo casi un niño, el helado abismo por el que yo vagaba, me parece una broma ahora. Una broma de muy mal gusto: abismos, surcos en la piel, el destino indeleble en cada marca…
Y me dijo que no podía competir con aquello, sin que yo entendiese qué quiso decir. No dijo que no podía luchar contra aquello, o que no podía asumir o vencer o vivir con aquello, no.
No podía competir…
¿Con lo que estaba escrito en mi piel, con los surcos y los abismos? ¿Con la mirada triste de un niño?
He buscado, en la superficie de la piel de muchos otros, alguna cosa escrita. Y sí, he visto marcas, manchas y cicatrices que a mí nunca me han dicho nada, salvo lo obvio. He rastreado surcos y explorado abismos intentando interpretar, intentando asumir el papel del poeta que él era aunque no escribiese nada, buscando palabras invisibles resaltadas en negrita sobre las pieles morenas que he disfrutado. Pero no encontré nada.
Yo leía y leo en los ojos y en los labios, que son las únicas partes de la cara que a mí me dicen algo, o mucho; a veces nada. Me desdicen con los ojos, me ruborizan con los labios… Pero no entiendo mucho de pieles. No entiendo mucho de nada. Y ahora tengo olvidadas las palabras que, escritas sobre la piel, me ningunean.

Written by Zanobbi

noviembre 22, 2011 at 5:10 pm

Los colores de la luna

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Ella pinta los colores de la luna mientras cree que no la veo. Desde mi rincón en penumbra la observo mirar al horizonte invisible de más allá de la ventana, donde ni hay luna ni hay nada. Y la veo dudar, pensar, acariciar con los dedos el lienzo y restregar, furiosa, los pinceles, llenando de colores una luna que no existe.
Miro su piel de hielo, clara, casi transparente, y veo la luna a través de ella, a través del cuerpo mil veces abrazado con todo el cuidado del que soy capaz, miedoso de romperlo, de arañarlo, de que desaparezca si aprieto demasiado fuerte. Y veo también, a través del vestido inexistente, sus pechos pequeños, casi infantiles. Su cuerpo es la bola de cristal donde siempre nieva, donde solo ves el paisaje que ella quiere que veas.
El foco que la alumbra arranca destellos en su pelo. “¿De qué color es tu pelo?”, le pregunté un día de aquellos; pero no me respondió. Permaneció sentada en su banqueta, apoyando un pie en ella y balanceando el otro en el vacío inmenso de nuestra habitación, con los talones rojos de la cera y el frío. Quise acariciarlos, besarlos, pero no me atreví a interrumpirla. Ni me atreví a preguntar ni imaginar otros colores que el extraño rubí que siempre lleva en la boca, el lugar pequeño y húmedo en el que me recojo cada noche.
Llevo horas aquí sentado a oscuras, mirándola. Preguntándome cómo no muere de frío, de dónde saca las fuerzas para pintar, para amarme, a estas alturas de nuestras vidas. Cómo puede ver algo en el negro horizonte de ahí fuera. Cómo son esos colores de la luna que yo nunca veo.

(Foto: Russell Croman)

Written by Zanobbi

noviembre 15, 2011 at 12:28 pm

Publicado en Escribo y escriben

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Hesse

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Paso las páginas de este libro y descubro los pequeños tesoros que escondimos: una hoja, mi foto, dos entradas para ver a alguien que murió hace años; palabras subrayadas, líneas, párrafos enteros. Veo tus anotaciones al margen y mis dibujos absurdos, la letra diminuta envolviendo mis apuntes de lo irreal y tu perfil inconfundible. Dibujé cien veces tu perfil, en aquellas páginas. Pero no me atrevo, no, a leer lo que allí escribiste, tus infinitas preguntas sobre aquello que leíamos, sobre lo que tú no entendías y yo simulaba hacerlo. Tus mensajes indirectos que yo envolvía con edificios y paisajes, convirtiendo tus palabras en frondosos bosques, olas en el mar y los rizos que aún bordean tu perfil.
He acariciado las páginas que aún desprenden los granitos de arena que robamos a nuestra playa, casi una a una, esperando la sorpresa; imaginando por anticipado qué otros tesoros descubriría hoy allí: más hojas de un árbol que no recuerdo, una cinta con la bandera de Francia y la carta, doblada mil veces, en la que rechazabas mi despedida.
¡Cuántas cosas caben en un libro que nunca volverías a leer! ¿Lo hará alguien en un futuro? ¿Encontrará alguien tus hojas y mis dibujos, o esa carta tan triste que me escribiste y que he vuelto a dejar abandonada entre las páginas de nuestro libro? ¿O será todo este material desechable reciclado? Desechables mis dibujos y tu caligrafía, las hojas de los árboles; desechable Francia, el autor del libro y todas sus páginas. ¿Encontrará alguien la senda del amor perdido que allí trazamos?

Written by Zanobbi

noviembre 7, 2011 at 11:10 am

OrdeppedrO

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Para cuando quise escuchar su voz por primera vez, yo ya estaba más que enamorado. Yo, claro, que de él no podría asegurar nada aunque fuese él quien viniese y acariciase mi rostro con el suyo a medio afeitar, un gesto inolvidable. Un simple roce durante el que no pude respirar ni moverme ni pestañear ni decir ni mirar ni gritar ni reír. Ni llorar, ni pensar. No pude pensar. Recuerdo que sólo quise que sus labios perfectos me besaran, que me abrazase, qué se yo; pero nada de eso ocurrió. Simplemente se agachó y, sin tan siquiera mirarme un instante a los ojos, sin pedirme permiso ni con la mirada, pegó su cara a la mía y la movió muy lentamente, unos cuantos segundos huérfanos, para dejar cicatrices ahí abandonadas para siempre… Cicatrices, sí. Surcos invisibles y profundos que desdibujaron mi carácter mientras me olvidaba de todo lo demás.
Me recuerdo ahora como el niño que era yo entonces. El niño asustado de polla inquieta que buscaba y buscaba entre el lodo. Yo buscaba, sí, y no me importaba mancharme. Y sucumbí a barros y alcantarillas, durmiendo con ratas, comiendo con lobos. Bebiendo la sangre infectada de montones de extraños. Soñando con el día en que alguien, en la suave penumbra de su habitación, acariciaría mi rostro con el suyo mientras yo sujetaba, a duras penas, una vela y dos vinilos. La enorme vela que iluminó durante meses las cenas y los negros vinilos de nuestras negras peleas, aquellos discos de generosas portadas que guardaban mis sueños y los suyos entre sus surcos.
Sus vinilos contra los míos.
Su mejilla contra la mía.
De entre las piedras con las que he tropezado mientras desmonto mi vida última, tú te has convertido en la más brillante. Tú, que desapareciste porque te lo pedí. Que me acompañaste durante mi primer paseo con los muertos y mi primer parto múltiple. Tú y tu sonrisa de medio lado.
Te recuerdo ahora como el adulto que siempre fuiste, brillante y desnudo sobre la roca.
No sé si te echo de menos, Pedro. Pero cuando miro por el retrovisor, resulta que ahora solo te veo a ti sentado en el asiento de atrás, bello como un griego, moreno como un morito de esos que tanto te gustaban. Ajeno como un belga.
De los cientos, de los miles, o de esos pocos que importan, eres tú el único al que me gustaría recibir en la penumbra de mi cuarto para volver a frotar suavemente mi mejilla contra la tuya.

Written by Zanobbi

octubre 20, 2011 at 8:09 pm